Pereza, pecado de juventud

Tumbado en la cama, contemplando el profundo techo, se me vino a la mente aquella escena que contaba nuestro Unamuno allá por el año 1927, en Hendaya, Francia, en la misma postura que me encontraba yo, con los ojos clavados en lo mismo. «Soñando en el porvenir de España y el mío»1 que escribía… A día de hoy uno se puede hacer la misma pregunta, si es que no debe hacérsela. Se podría cambiar ese “España” por “el mundo”, dándole el placer a todos aquellos globalistas que creen que la civilización es la misma en cualquier lugar al que apunten; pero España no dejará nunca de ser un lugar extremadamente particular. No obstante, entre tanto pensar, la duda estaba desde el primer momento resuelta, el problema y su solución estaban delante desde el principio: ¿Qué diantres hacía yo en la cama un día de diario en plena tarde? Pues, de no ser por mis azarosos pensamientos, que lograron llevarme a un lugar más productivo, mi conciencia llevaba al menos media hora perdida en constantes chutes de dopamina, de aquellos que cualquier aparato a día de hoy es capaz de proporcionar al instante.

Querida juventud, la sensación la conocemos todos: Ese malestar irremediable que produce el contemplar una tarde tirada, llena de escasos movimientos y repleta de unas imágenes casi epilépticas. Ese sentirse mal con uno mismo al darse cuenta de todo lo que podía haber hecho con su valioso tiempo, tirado por la borda como si de un recurso ilimitado se tratara, y aquel sentirse angustiado por la posibilidad de seguir y seguir sumergido en tal rutina ¡Oh maldita pereza, pecado de juventud! La suciedad con la que impregna nuestras vidas es tal que uno acaba por despreciarse a sí mismo, no pudiendo soportar la realidad circular en la que vive, tan propia de un simple instinto animal. Ciertamente, la pereza, hermana del aburrimiento e hija de la vagueza, es posiblemente el mayor mal de nuestra juventud, y aquella mancha que tanto oscurece a España.

¡Vuelva usted mañana! Así ironizaba mi tan amado Larra la alarmante situación de nuestra decaída España del siglo XIX. En su brillante artículo, un tal monsieur Sans-délai, de nacionalidad francesa, acude a su figura en busca de ayuda para zanjar una serie de arreglos en el territorio ibérico. La risa que esbozó Larra y la sorpresa de nuestro francés ante tal respuesta, fue fruto de que el objetivo de este último era solventar sus asuntos en un periodo de quince días, pretendiendo incluso tener tiempo de sobra para descansar y poder visitar nuestra preciosa Madrid.

«Permitidme, monsieur Sans-délai – le dije entre socarrón y formal -, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid»2

El “chiste”, si cabe llamarlo así, se cuenta solo. Efectivamente, lo que eran unas cuantas tareas que en menos de quince días podían haberse solventado, acabaron siendo la pesadilla de nuestro francés, que cuando acudía al genealogista o a un sastre, la frase que siempre se le repetía era esa: Vuelva usted mañana.

La pereza del español, de eso trata el artículo del periodista. Si bien es verdad que nadie soy yo para juzgar la realidad de la España decimonónica, o la posible exageración retórica de un afrancesado Larra, cualquier español asumirá la evidencia de nuestra predisposición a la pereza.

Un día de examen, ya en la carrera, a mi grupo y a mi se nos presentó la oportunidad de acceder al control de forma previa al mismo, hazaña que acabó por ser descubierta, naturalmente. No se asuste querido lector, no consistió en un robo o en un acto de maldad intencionada, en absoluto; se trató de uno de esos miles de fallos humanos, el cual, en este caso, para nuestra suerte, resultó ser la publicación del mismo examen una hora antes de lo previsto. Legalmente no existía ninguna forma de copia o vandalismo en nuestra acción, pues, nosotros, como alumnado ejemplar, simplemente tomamos el documento como instrumento preparatorio para el examen que nuestros amables profesores nos habían dejado.

La evidencia de las respuestas parejas (que inclusive estaban mal) despertó las alarmas en un profesorado ansioso de explicaciones. “Un acto de picaresca” en eso se resumió el evento. Tuvimos una oportunidad que realmente no podía ser sancionada y la llevamos a cabo. “¿Dónde queda aquí la honestidad? -Nos preguntaron- ¿Acaso no podíais haber avisado a la hora de hacer el examen que este resultó ser el mismo que el documento con anterioridad colgado? O, por si fuera poco, sed un poco listos y cambiar algo las respuestas, ¿no?” A lo cual, un avispado compañero respondió: “Profesora, al fin y al cabo el pícaro es vago por naturaleza” y no pudo, pese a la pequeña falta de respeto, tener más razón. Pues, si bien es verdad que tras las hazañas de Lázaro se encuentra una inteligencia extraordinaria y un trabajo meticuloso, es precisamente la pereza la que le ancla a su continuo fracaso. Se esfuerza en hacerse la vida más fácil, pero en la pereza reside su perdición. Su pecado reside en buscar soluciones fáciles a problemas difíciles. Pero, ¿es que acaso nuestra predisposición lazarilla y juvenil es la culpable de nuestra pereza?

Primero que todo: Sí, en mi opinión, y como ya apuntaba en la introducción, la cultura de cada pueblo es un elemento más, clave a la hora de influenciar en la personalidad y actitudes del individuo, como lo es la propia biología de la persona, o el ambiente familiar y escolar. El caso es que la cultura es absolutamente determinante, pues, si bien hay familias con ideologías muy distintas o costumbres opuestas, siempre compartirán el denominador común de vivir en una misma nación forjada por los mismos siglos de historia, entendiendo a esta no solo como un conjunto de costumbres que definen a un pueblo, sino también como la existencia de corrientes filosóficas y formas de artes que se manifiestan en la nación.

Evidentemente, la cultura es algo que a día de hoy poco a poco va perdiendo fuerza. El globalismo hace que un Español pueda hablar día y noche con un italiano o un americano, y en ese transcurso de conversaciones acaban entrelazándose conjuntos de ideas que comienzan a formar parte de la vida de cada individuo. Así, un sueco acaba cocinando una tortilla de patatas, y un español tomándose un café irlandés. Con esto no quiero decir que la cultura se deteriore, simplemente lo que antes era exclusivo pasa a ser un fenómeno global, como sucedió con el rap de Georgia, el cual era en un primer momento exclusivo de la cultura de los negros, o, por otra parte, a desaparecer, como es el caso de la música castiza española. No es una crítica al globalismo, ni mucho menos, es un simple análisis sobre lo que sucede hoy en día, donde acudimos a una mezcla de gustos y estereotipos que dan como resultado artistas como C. Tangana, capaces de adaptarse a cualquier marco genérico o cultural; o Rosalía, como máxima representación de fusión de culturas, al mezclar el trap estadounidense con el tradicional flamenco español. Pero este no es el debate que hoy nos concierne, volvamos al problema de nuestro humilde ensayo, la pereza.

A pesar de todo, la picaresca parece ser algo muy incrustado en nuestro ADN. Evidentemente, no nos es una actitud propia, cualquier persona que no sea española puede presentar estos rasgos, pero el español posee una predisposición a la búsqueda de la facilidad muy marcada. Sea como fuere, mi objetivo no es analizar los rasgos del español promedio, es, por otra parte, analizar el mal de la pereza en la juventud. Es por esto que menciono a nuestro Lazarillo: Los jóvenes somos potencialmente más perezosos que el resto de edades, pues perdemos la ilusión del niño, y carecemos de la madurez del adulto. El problema de España es que este rasgo se acentúa más en una juventud educada en la ley del mínimo esfuerzo.

La pereza es considerada en la religión católica como uno de esos pecados capitales. El hecho de que Dios te haya dotado de unas capacidades, ya sean físicas, intelectuales o artísticas, y que tu no las decidas explotar o llevar a cabo una buena obra mediante ellas, constituye el motivo central del pecado. Eres un ser con un potencial que te ha sido regalado, y que no estás aprovechando en absoluto. ¿Cómo sería el mundo si acaso todos los seres humanos trabajásemos continuamente y nos esforzáramos? Pues de seguro que no sería un mundo de humanos, pues, si algo tienen en común los pecados capitales, es que son básicamente aquellos apetitos que todo homo sapiens contiene en sí mismo. Pero esto no es una justificación. Como todo apetito, forman parte de nuestra naturaleza, y por ello de nuestro más primigenio instinto animal o de supervivencia. Y cierto es, pero el hombre posee también un extraordinario uso de la razón que puede llegar a rehusar de un mal uso de sus apetencias.

Los jóvenes vivimos una época que hasta entonces nunca se había producido. En el pasado, existía cierta desigualdad que hacía que fuera un número reducido el de los niños que podía gozar de un acceso a la educación y a la universidad, mientras que el resto se debía conformar directamente con el trabajo precoz y salarios bajos. En cambio, a día de hoy, las oportunidades se han multiplicado. La población que tiene posibilidad de entrar en una carrera o una formación profesional es mayor, sin embargo parece haber nacido otro mal en contraste a la desigualdad: La tecnología

Es evidente que el drástico aumento de la tecnología estas últimas décadas ha supuesto un aumento de la calidad de vida notable. Inventos como el teléfono móvil nos parecen a día de hoy tan esenciales que seríamos incapaces de imaginarnos nuestro día a día sin ellos. Pero el problema está, como nos llevan advirtiendo nuestros padres, abuelos, profesores y todas esas personas cuyas palabras siempre nos han parecido tan aburridas, en el mal uso que se le da a la misma. No exagero cuando digo que las redes sociales actualmente funcionan de la misma forma que una droga, es más, son un tipo de droga. Esas respuestas rápidas, esa continua fuente de información que nos golpea, puesta en análisis nos recuerda a la famosa soma de la distopía de Huxley. Y ahí estaba yo, en la cama, enganchado, video tras video, bajando y bajando, con los ojos abiertos y la luz impactándome, hasta que el malestar de nuestro pecado acabó por hacer demasiada mella.

Trabajar. ¿Para qué? Se podrían llegar incluso a consideraciones de tipo existencialista que argumentaran que el vasto nihilismo que sufrimos la juventud de hoy en día hace que nuestras vidas, sin dioses ni religiones, sin futuro ni expectativas, y con todo dado, es decir, con el apetito saciado, no tengan horizonte alguno hacia el que caminar. Hemos perdido el sentido de nuestras vidas, y gran parte de la gente que estudia una carrera lo hace por la remuneración económica que le aportará en el futuro -con suerte- o incluso por obligación o costumbre. Estudiar parece que es algo que se nos impone, no un placer a nuestra disposición con el que soñaban nuestros antepasados sin las mismas opciones. El hedonismo, el placer fácil, el fútbol, las compras, el sexo y la fiesta, aspectos que tanto caracterizan al hombre medio actual. Un hombre que esconde dentro de sí un serio egoísmo, ese que hoy en día llaman egoísmo racional, el cual asume que la vida es una y por ello el individuo tiene que esforzarse por su propio placer. Esta pérdida del sentido constituye el origen de la pereza, la cual en Santo Tomás obtiene una conceptualidad distinta, siendo esta entendida como acedia, que significa propiamente “tristeza espiritual”. La muerte del espíritu viene acompañada por la pérdida del camino. No presento a Dios como única solución, evidentemente la solución es tener un horizonte. Sea Dios o no el sentido de tu vida, lo importante es tener un para qué en el que ampararse.

La decadencia. Parece que suenan las campanas del apocalipsis, dispuestas a paliar la realidad pecaminosa de nuestro mundo. Un mundo mancillado por nuestra pereza. El hombre, cuando no vivía cómodo, no tenía tiempo para la vagueza, tenía que sobrevivir. Hoy, cuando parece que la vida es más fácil que nunca, se produce una inversión en el progreso que hace que la masa se aduerma. Claro que quedan espíritus trabajadores, si no nos habríamos estancado, pero el pueblo, lo que a mi realmente me importa, esa mayoría a la que Ortega le dedica su obra, no debe mantenerse en el conformismo por el mantenimiento de unos inventores de vanguardia, y de esta forma nuestro filósofo nos regaña:

«Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y además seguro, y con todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que “está ahí”, de lo que decimos “es natural”, porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.»3

Y si esto ya se dijo hace cien años… Imagínense la actualidad de sus palabras

La potencia siempre tiende a la acción, y quizás ahí resida también el motivo del malestar de la pereza. Porque recordemos que una tarde de desinterés no es agradable para nadie. Cuando uno trabaja, cuando uno siente que ha dedicado su tiempo en una razón noble, algo racional, es en ese momento cuando se degusta el placer de sentirse bien con uno mismo. Si bien es verdad que la pereza es intrínseca a nuestra naturaleza, hay que admitir que la curiosidad y la inteligencia también lo son, y es precisamente esa combinación la que ha hecho de nosotros tal extraordinaria especie. Existe en todo hombre un impulso racional hacia el conocimiento, ese amor al saber platónico que da forma a la palabra filosofía. De uno mismo depende el solapar los impulsos sanos de sed racional con la dopamina barata que nos proporciona nuestra vida actual. La pereza no es más que nuestra animalidad autoengañándose, pensando que los estímulos fáciles de los que nos dota la realidad virtual son más placenteros y saludables que el valor del esfuerzo y el conocimiento. Es por eso que este mensaje va también para todos aquellos que carecen de un rumbo. Hacer de la vida una obra de arte será siempre una de mis máximas, pues, aunque la vida pueda carecer de sentido para muchos, nadie quiere ser infeliz, y para no caer en tal desgracia es necesaria la salud, la cual va acompañada de la racionalidad, y no de una vida en la que todo nos da pereza y cada paso parece tornarse más largo. El ser humano necesita crear, porque en la creación y en su esfuerzo se ve reflejada su propia conciencia, como diría Hegel. Es mediante la creación que uno toma conciencia de sí mismo. El pensador alemán llegó a decir que la esencia del deseo es básicamente la búsqueda del reconocimiento de uno mismo por el otro, formándose de este modo la dialéctica del amo y el esclavo; pero también afirmó que el esclavo afirma su superioridad en su labor, pues mediante ella construye la cultura.4 No se trata de un elogio a la austeridad y a la esclavitud, se trata de comprender el valor intrínseco de un trabajo bien hecho, constatar sus frutos. Es más, la verdadera esclavitud es la pereza. El amo no sabe lo que es el trabajo, y por ello depende de forma directa del esclavo, se han invertido los papeles, y la animalidad del señor ha hecho de su libertad una cárcel.

La esencia del pecado es el mal uso de la libertad, lo cual lleva inevitablemente a la eslavitud. Como brillantemente retrata Kierkegaard, el pecado, en este caso la pereza, sorprende al hombre de dos formas distintas: Por un lado, se produce una angustia ante el mal, la cual no es causada por el hecho de haber pecado, sino por la posibilidad de hundirse de forma continua en ese acto, de volver a pecar. Esa es básicamente la angustia que siente toda persona en su interior al presentarse ante él la facilidad del descanso en contraste al trabajo. Pero, por otro lado, también existe una angustia ante el bien, la cual nace en aquellas personas sumergidas plenamente en el pecado, que contemplan la posibilidad de poder cambiar; lo que el danés denomina lo demoníaco, como esa angustia que sintieron los endemoniados ante la acción de Cristo.

«En la primera formación tenemos que el hombre está en el pecado, pero se angustia por el mal. Esta formación, vista desde una perspectiva más elevada, se halla en el bien; pues, por eso mismo, tiene el individuo angustia ante el mal. La segunda formación es lo demoníaco. El individuo está en el mal y se angustia ante el bien. La esclavitud del pecado es una relación forzada con el mal, pero lo demoníaco es una relación forzada con el bien»5

La acción, el acto, todos aquellos ejercicios positivos de nuestra libertad, sirven para forjar un carácter autónomo. No se trata de que todos ahora debamos vivir como Newton o el genio de Gauss, no. Lo que defendemos es la idea de una conciencia despierta. Defendemos un individuo totalmente nietzscheano: La perfecta armonía entre Dionisio y Apolo. Un epicureismo que busca en el placer la virtud, y no el simple vicio como muchos lo malentienden. No se puede pretender vivir anclado al escritorio, pues esa obra carecería de espíritu; pero tampoco se puede pretender vivir sin esfuerzo, pues carecería de cuerpo. Se trata de disfrutar de la vida siguiendo siempre el camino que alumbra la razón. Se trata de no ser conformistas, consecuencia de la pereza, y de ser críticos con el mundo que nos rodea, buscando siempre el saber y tendiendo a la inalcanzable perfección. De entender que una hora de uso inadecuado de la tecnología no aporta lo mismo que una buena novela, que un momento de lectura. La crítica deconstruye las ilusiones, haciéndonos ver que lo que parecía fácil no lo es, o lo que parecía verdadero resultó ser falso. El estudio y la humildad, son los únicos caminos hacia un mundo informado, capaz de resolver mediante vía democrática los problemas de un pueblo. Y sí, digo humildad porque el trabajador es la máxima representación de la modestia. El perezoso, por otra parte, aquel que considera que no necesita saber nada más, es el mayor de los soberbios, pues cree que nadie debe enseñarle nada.

Sería un cínico si pensase que un despertar global tiene posibilidad de ocurrir. En absoluto lo pienso, siempre habrá parte de la juventud que preferirá el camino fácil. Si bien el proyecto idealista de La Tertulia es llegar a la mayor parte del conjunto de la población, con el objetivo de animarles al estudio y el amor al saber, conocemos de primera mano la pereza humana. Nosotros mismos somos conscientes de nuestra propia vagueza, de nuestra acedia, y considero que todos pensamos estar muy lejos de poder decir que somos capaces de vencerla. Pero lo que si buscamos y esperamos encontrar es una meta, un objetivo, dotar de sentido a esa vida que decíamos vacía, rellenarla con el contenido de nuestras investigaciones y reflexiones, con la tan deseada fortuna de tener un público que motivar, que animar a adentrarse en este proyecto, animarle a pensar.

Notas y bibliografía:

-Miguel de Unamuno, Cómo se hace una novela. Nota 1

-Mariano José de Larra, Artículos, Vuelva usted mañana. Nota 2

-José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Nota 3

-José Ortega y Gasset, España invertebrada

-G. W. Hegel, Fenomenología del espíritu. Nota 4

-Sören Kierkegaard, El concepto de la angustia. Nota 5

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