Una noche cualquiera, donde siempre, mi conciencia acabó por presenciar un episodio que sin duda alguna acabaría por quedarse en la prisión de mi memoria. Un hombre, rodeado de sus compañeros, sube en las escaleras mecánicas. Otro, junto a su novia, baja de la misma forma en el sentido contrario. Todo normal, todo tranquilo. A los sujetos descritos se les suma una masa, casi nebulosa, de gente normal y corriente que no tienen que ver en nuestra historia, y que hacen la misma función que la papelera, la silla o las paredes, que con su quietud desde el silencio observan.
Todo ocurrió en un instante: Recuerdo estar en la otra punta del escenario, viendo como la realidad fluía sin reticencia, cuando, en el tiempo que un segundo se hace otro, aquel par de conciencias se enfrentaron. Un simple choque de miradas, acompañado de un “Eh, tú ¿Qué miras?” que prepara el siguiente verso “Qué miro de qué, gilipollas”, da por cerrada la extensa aria de las palabras para pasar al movimiento de las agresión. Así es como uno de ellos debido a la proximidad de sus cráneos decide lanzarle un duro cabezazo al otro, y una vez declarada abiertamente la guerra, ambos descienden rápidamente al ring improvisado en el que yo, como uno más, me encontraba.
Puño a puño, fueron abandonando uno a uno su tono de piel morena y blanca por la uniformidad del rojo sangre. Este combate dejó de ser una reyerta entre conciencias aisladas y a estas se le acabaron sumando sus respectivos aliados, hasta tal punto que el escenario se dividía entre el público y aquellos dos bandos. Por fortuna, no se trataba de dos sujetos paleolíticos, si no de ciudadanos de un estado moderno, y la reyerta acabó por disolverse en cuanto la policía no tardaba en llegar.
Sin embargo, este no fue el único motivo. Uno de los dos bandos, desgastado por la batalla, y amedrentado por poder ser capturado o incluso morir en combate, acabó por salir corriendo. Se rindieron ante el entonces bando vencedor, le reconocieron su superioridad en tanto que los zapatos de los malheridos resbalaban ante la rapidez de las zancadas que gestionaban su huida. Es así como terminó esta función, con la llegada de la policía, y la versión del bando triunfante como aquella que se impuso en forma de verdad absoluta “Fueron ellos, ellos nos quisieron atacar, insultaron a mi novia”.
Volviendo a casa, no podía quitarme de la cabeza lo sucedido. Siempre he sido lo que en el colegio se llamaba “ser un cagao” y lo que, una vez nuestra quinta va madurando, se suele denominar como prudente. Nunca me ha gustado el conflicto en forma de violencia, pero alguna explicación debía tener que aquel par de chavales, solo por un cruce de miradas, decidiera pelear y jugarse la vida (tanto a nivel físico como jurídico).
Daba la casualidad de que en aquel momento estaba sumergido en aquella oscura obra que Hegel bautizó como la Fenomenología del Espíritu (1807) y sobre esto es de lo que hoy vamos a tratar.
El capítulo IV, titulado Autoconciencia, que a la vez comprende la sección (B) de la obra, trata precisamente de lo acontecido aquella noche, a saber, de las relaciones de poder entre los individuos, de la dominación y la servidumbre, de la famosa dialéctica del Amo y el Esclavo. Sobra decir que, si por algo es Hegel conocido mundialmente, es por la manifiesta oscuridad de sus textos, vocabulario y sistema. Así pues, dado que ya dedicamos un extenso ensayo a modo de introducción en su filosofía en el cual pretendíamos abordar las distintas problemáticas que Hegel podía presentar a alguien que comenzaba con su obra desde cero, abordaremos la dialéctica del amo y el esclavo dando ciertos matices por consabidos (como el significado de la Fenomenología del Espíritu y el sentido del desarrollo de la dialéctica).
Hasta entonces, el momento de la autoconciencia, Hegel se ha dedicado a analizar a la conciencia y sus distintos modos. Es el punto en el que la conciencia pasa a tener certeza de sí misma, es decir, pasa a ser autoconsciente, el punto en el que nos encontramos. La evidencia de la autonomía de la conciencia se da por medio de la negatividad. Esto es así porque la conciencia solo puede reconocerse en función a su relación con el medio. El ser humano tiene a su disposición una cantidad enorme de objetos, cada objeto es algo. Así pues, en tanto que la conciencia aniquila el objeto por medio de la acción, esta se refleja en el objeto y tiene el poder de hacer que deje de ser lo que era, en ese cambio, en esa transformación del mundo efectivamente real, la conciencia reconoce el poder de su propia voluntad y se conoce a sí misma. La acción es siempre en Hegel, como para los antiguos, negación. Actuar es negar, porque actuar es cambiar algo que es de una forma y, por tanto, ha de estar necesariamente en oposición con su estado posterior, lo niega al transformarlo.
Es así como la conciencia distingue el mundo, la naturaleza, de sí misma. La conciencia es por definición un ser pasivo, dedicado a la certeza sensible, a la percepción y al entendimiento. Este proceso de la conciencia nos acaba llevando al cogito ergo sum de Descartes, momento en el que, como dice Hyppolite «la positividad de la conciencia pasará a ser la negatividad de la autoconciencia». El pensamiento conlleva un yo pienso. La conciencia contemplativa acaba por verse en el objeto que medita, en el derroche de negatividad que implica conocer algo, algo que no soy yo. Sin embargo, como hemos dicho, este «yo» no puede surgir de otra forma que mediante la acción (Tun) por la cual la conciencia toma conciencia de su propia acción (conciencia de-sí). La naturaleza del hombre no se limita a la impotente pasividad de la contemplación, pues está sembrada en ella el Deseo (Begierde). De aquí en adelante, este “deseo” no debe confundirse, como bien señala Hyppolite, con el “apetito”. No tiene nada que ver con el placer del cuerpo o, como lo llama Kojève “Deseo biológico”. Dicho esto, pasemos de la contemplación a la acción.
El deseo no debe confundirse con la verdadera satisfacción (Befriedigung) de la que más adelante hablaremos. El deseo en Hegel es, básicamente, la voluntad de universalizar lo particular o, dicho de otra forma, de negar la realidad (transformarla) como uno quiere. Desear es querer imponerse, es transformar el mundo, los objetos que me rodean, según yo quiero, universalizar mi particularidad. Desear es querer destruir lo que es, pero a la vez edificar lo que yo quiero. El deseo es la más alta prueba de que se ha abandonado la pasividad de la conciencia en pro de la verdad de la certeza de sí misma. He aquí la autoconciencia la cual “no es más que la tautología sin movimiento del «yo soy yo»” el yo=yo fichteano.
El ser humano no es algo estático, es un puro actuar, el Yo que desea, lo que nos lleva a decir que, lógicamente hablando, el ser humano no es nada como tal, no hay en él nada más que acto. Por otro lado, es un ser que hace nada las cosas, las destruye, las transforma. Desde una perspectiva marxista, se puede ver la gran vigencia del modelo hegeliano en la realidad del consumismo. Ese deseo extremo de la sociedad capitalista por agotar objetos, de no poder parar de querer más y más es algo que Hegel pone en el centro de la naturaleza humana. Términos como aniquilar o cancelar, lo cuales hemos utilizado antes, tienen bajo esta perspectiva un significado mucho más claro. Pero es precisamente analizando el consumismo cuando nos damos cuenta del siguiente paso que da Hegel:
¿Alcanza así la autoconciencia la satisfacción? Hegel dice lo siguiente:
“De ahí que, en virtud de la autonomía del objeto, sólo puede llegar a la satisfacción en tanto que éste lleve a cabo él mismo la negación en él; y tal negación de sí mismo tiene que llevarla a cabo en sí, pues él es en sí lo negativo, y lo que él sea tiene que serlo para el otro”
La conciencia ha alcanzado su autonomía al reconocerse en su propia obra, la cual ha realizado por su deseo inherente de transformar el mundo, pero se siente sola. Ella, al talar el árbol, es consciente de su acción, pero el árbol, como objeto pasivo que es, no la reconoce como tal, y esto hace que, si bien él se reconoce, nadie lo haga, lo cual impide que la autoconciencia esté satisfecha. Esta es uno de las bases de la filosofía de Hegel, a saber, que la satisfacción verdadera del hombre reside en el deseo del deseo del otro, es decir, en el reconocimiento (Anerkennung).
“En la vida que es objeto del deseo, la negación, o bien lo es en otro, a saber, en el deseo, o bien lo es como determinidad frente a otra figura indiferente, o bien lo es en cuanto a su naturaleza universal inorgánica. Pero esta naturaleza autónoma universal en la que la negación lo es como absoluta es el género como tal, o como autoconciencia. La autoconciencia alcanza su satisfacción sólo en otra autoconciencia”
Hablemos ahora en términos mas materiales. Que el ser humano busque “ser reconocido” es algo que, si bien Hegel no fue ni mucho menos el primero en teorizarlo (Recordemos a Aristóteles y su definición del ser humano como ‘Zoon Politikon’) hay que darle el merito de, como veremos más adelante, haber tenido la sensibilidad y la brillantez psicológica de analizar el comportamiento humano como nadie antes lo había hecho.
Leyendo a Hegel, pero siempre siguiendo los pasos de Kojève, uno se da cuenta de que pese a ser bautizado como “Idealista absoluto”, titulo merecido, posee un realismo o, si se quiere incluso materialismo, extraordinario. Recuerdo ver aquella entrevista que Ernesto Castro le hizo al recientemente difunto Maestro Escohotado, en la que el hegeliano reivindicaba de forma contunde el realismo de la filosofía de Hegel, afirmación que compartimos en este ensayo.
Ni el ser humano es ‘Bueno’ ni es ‘Malo’, ni tiene alma o no tiene alma, ni va en busca de la verdad o en busca del amor. El ser humano lo que busca es reconocimiento, punto. A partir de ese axioma del que todos somos partícipes en nuestro día a día Hegel construye todo su sistema filosófico. Esto no hace al ser humano un ser egocéntrico o egoísta per se, aunque no niego que esa sea una interpretación perfectamente válida de esta antropología de Hegel, yo lo veo más como una necesidad de la naturaleza humana. Pensemos en el último superviviente del mundo, el cual ha sido asolado por una catástrofe humanitaria. Ahora piense el lector que esa persona se trata de usted. ¿Qué haría? Sin duda, seguiría adelante con la esperanza de encontrar supervivientes, pero ¿y si tuviera la certeza de que no los hay? Cedería sus deseos, los cuales se tornarían como inútiles, y, teniendo en cuenta que no se hubiera suicidado, su vida consistiría en un puro resolver biológico. Podría decirse que no, que el amante de la ciencia aprovecharía y, por amor a la naturaleza, aún dedicaría sus esfuerzos en resolver aquel problema matemático que generaciones y generaciones nunca consiguieron resolver. Pero ¿para qué? Igual que el niño repite con contundencia aquellas palabras, “Mira mamá lo que he hecho”, la conciencia aislada del último superviviente caería en una profunda desesperación, ya que, como dice Hegel, “la autoconciencia alcanza su satisfacción sólo en otra autoconciencia”. Acabaría cayendo en la locura del náufrago, completamente deshumanizado. Y es que, para Hegel, para que exista propiamente el ser humano deben existir al menos dos autoconciencias, al menos un amo y un esclavo.
Ya tenemos las claves que Hegel nos da para entender la naturaleza primitiva humana, pero hasta ahora solo hemos analizado al individuo aislado, a la autoconciencia que no le basta con poseer la naturaleza o realizarse en ella, que necesita del elemento negativo que posee el otro, en tanto igual a ella, para poderse ver reflejado en los ojos de otra autoconciencia, siendo esta la única forma posible de alcanzar la satisfacción.
Téngase en cuenta que hablamos constantemente de deseo, satisfacción y en absoluto de felicidad. La felicidad es un concepto que no casa con la realidad de la historia. Más adelante, ya en el capítulo VI, Hegel se encargará de repudiarle precisamente esto a Kant, filósofo de la esperanza. Kant (y el resto de filósofos desde la perspectiva de Hegel) intentó comprender la naturaleza del individuo desde la quietud, no en relación con la naturaleza y movimiento que le rodea. Toda la moral kantiana, si bien es verdad que pretende disertar sobre la acción del individuo, acaba degenerando, según Hegel, en una moral de la inacción en la que, el sujeto, tan preocupado por leer la moral que el Santo legislador sostiene, moral que para Hegel es tan inefectiva como irreal, acaba por observar paralizado el atropello de aquella famosa fila de hombres maniatados. Es vital comprender que esto no es el puro imaginar del mundo y su paz perpetua, nada más lejos de la realidad, esto es el comprender del mundo y, con él, la guerra.
El deseo referido a algo, como ya veremos, contiene dentro de sí necesariamente el no poseer ese algo. Esto lo ilustra de forma brillante Platón en El Banquete, donde se deja claro que Eros, entre otros muchos defectos, es siempre pobre. Así el filósofo necesariamente no puede poseer la verdad, porque entonces dejaría de desearla, dejaría de amar. El deseo es la viva imagen del continuo movimiento. Si el ser humano pudiera alcanzar la felicidad, la Historia habría terminado con su inicio. Es la continua búsqueda de la satisfacción la que motiva el desarrollo histórico. Cada deseo cumplido, reconocido por el resto, da como resultado la satisfacción, ¿pero cuan breve es esta? La autoconciencia pasa página y alza la mirada en busca de cimas más altas que conquistar.
Volvamos al metro, al momento en el que cada autoconciencia llevaba caminos cruzados pero contrarios. Como buenas autoconciencias, estas están en un continuo buscar el reconocimiento. Lo hacen en la ropa que llevan, en sus gestos, en sus andares… Volvamos otra vez a Hegel, acabada la introducción, comienza la sección A que da nombre a este ensayo. “Para la autoconciencia hay otra autoconciencia” Encontronazo. Las miradas de ambos buscan reconocimiento, se hacen los duros, los empoderados. Uno cree que ha de mantenerse en una posición de seguridad delante de su novia, por lo que no aparta la mirada. El otro debe mantener el respeto de sus amigos, por lo que no aparta la mirada. Así es como “Él debe arriesgar su vida para forzar la conciencia del otro. Debe iniciar una lucha por el reconocimiento. Al arriesgar así su vida, le demuestra al otro que no es un animal; al buscar la muerte del otro, le demuestra al otro que le reconoce como hombre” como dice Kojéve. La tez que hace momentos sonreía ante el caluroso beso de su amada, se vuelve fría y musculada. Ya no hay marcha atrás, saben que quien aparte la mirada pierde, pues es el mayor gesto de reconocimiento que se puede hacer. Es, o al menos en el entendimiento de estas almas primitivas, un gritar “Lo siento, me rindo ante ti, te tengo miedo”. Pero ninguno se echa para atrás, el deseo de ser reconocido posee aún demasiada importancia. Y en ese punto, sin darse ellos ni cuenta, ha comenzado una lucha a muerte por el deseo del deseo del otro. Es una lucha por la autonomía, es decir, por consolidarse como el amo de aquel ser-otro, y no como el siervo de la autoconciencia vencedora.
“Un individuo entra en escena frente a otro individuo. Entrando así, inmediatamente, en escena, son uno para otro en el modo de objetos comunes; figuras autónomas, conciencias sumergidas en el ser de la vida -pues como vida se ha determinado aquí el objeto que es-, conciencias que no se ha completado todavía, una para otra, el movimiento de la absoluta abstracción que consiste en aniquilar todo ser inmediato y ser sólo el ser puramente negativo de la conciencia igual a sí misma, o bien, que aún no se han expuesto una a otra como puro ser-para-sí, es decir, no se han expuesto como autoconciencias. Desde luego, cada una está cierta de sí misma, pero no de la otra, y por eso su propia certeza de sí no tiene ninguna verdad […] Sin embargo, de acuerdo con el concepto de reconocer, esto no es posible más que si cada una, la otra para ella, igual que ella para la otra, por su propia actividad y, de nuevo, por la actividad de la otra, lleva a cabo en sí misma esta abstracción pura del ser para sí.”
Nuestros individuos, como hemos dicho, van a comenzar una lucha a muerte. Esto puede que sea lo que más sorprende la interpretación que hago desde la filosofía hegeliana de lo acontecido, pero veamos cual es el siguiente paso de la dialéctica:
Esta exposición es la actividad doble; actividad del otro y actividad a través de sí mismo. En la medida en que es una actividad del otro, cada uno va, entonces, a por la muerte del otro.
Evidentemente, las autoconciencias que se juntaron en las escaleras mecánicas y se disponen a llevar a cabo una lucha a muerte no van a matarse por lo que podemos asegurar que es una tontería. Hegel habla aquí de los impulsos más primitivos y naturales del hombre. Habla de luchar y someter al otro por el reconocimiento, pero reconoce que el ser humano posee límites: El miedo a la muerte.
Hemos introducido pues, lo que considero como las bases fundamentales del sistema de Hegel. Por un lado, la búsqueda de realizarse, de dominar la naturaleza, pero siempre siendo reconocido por el otro (Dominación), y el miedo hacia el Amo supremo, la muerte (Servidumbre). El reconocimiento que nuestras autoconciencias pueden darse durante un instante en aquellas escaleras no es, o al menos en nuestro ejemplo, motivo suficiente para matarse, de hecho, no es lo que buscan, como ya veremos, además de que ellas mismas valoran más la vida que ese pique, aunque por menos la gente se siga matando a día de hoy.
Existe, por tanto, un limitante que es el que hace posible la Historia. Si el miedo a la muerte no existiera, la lucha se llevaría hasta sus últimas consecuencias, y, en el golpe final, el vencedor se consolidaría como amo y el asesinado como esclavo. Pero esto carece de sentido. El amo lo que busca es reconocimiento, ¿de qué le sirve entonces haber asesinado a su víctima? Para someter, debe haber aún vida. Las autoconciencias no se quieren matar, quieren luchar hasta que su rival se rinda, y se genere así una relación Amo-Esclavo, pero ello conlleva que deben luchar a muerte.
Por fortuna, nuestra historia no acaba con la muerte de nadie, pero si con una pelea que termina con un bando rendido y otro proclamado vencedor. Aquél que huye del combate por miedo a la policía, además de la superioridad de su contrario, es la autoconciencia que decide no arriesgar su vida. Mientras que la otra, que por si ella fuera seguiría luchando, es la autoconciencia que decide arriesgarla en pro del reconocimiento de su contrario. Uno de los lados ha tomado conciencia de que jugarse una multa y unos antecedentes, además de poder recibir un golpe fatal dada su situación de inferioridad, no merece la pena con tal de recibir su reconocimiento. «En esta experiencia le adviene a la autoconciencia que la vida le es tan esencial como la pura autoconciencia.»
Esta claro que el ejemplo que ilustra este ensayo no casa del todo con la descripción de Hegel. Es verdad que la huida es la máxima expresión de reconocimiento que le puede dar a su rival, pero su relación entre ambos cesa ahí, y no existe una relación Amo-Esclavo como la que Hegel describe más adelante. Esto no es un fallo ni de Hegel, y ni mucho menos de la realidad del ejemplo. Hegel quiere describir la naturaleza humana, y el capítulo que acabamos de desglosar deja claro que este describe la relación entre dos autoconciencias aisladas. No se puede tener en cuenta el código civil o penal en el que las conciencias se desenvuelven, así como la existencia de la policía, el Estado y la racionalidad que poseen ambas personas la cual no está aún presente en el desarrollo de Hegel. Como se ha dicho ya en ciertas ocasiones, los impulsos de la psicología que describe Hegel son lo más primitivo que existe, lo cual implica dos cosas: Por un lado, que es algo inherente a la esencia humana, y allí donde se mire se encontrarán relaciones de poder y la búsqueda del reconocimiento como más alta forma de deseo; y por otro, que el ser humano es racional y es capaz de controlar sus impulsos, o al menos de ocultarlos, y, a menos que se sea idiota, la mayor parte de la gente no se parte la cara por un cruce de miradas, pero si por una falta de respeto, más aún por una agresión directa, y sólo hay que mirar la historia si se trata de política.
La dialéctica del amo y el esclavo ni siquiera ha comenzado. En este ensayo hemos tratado de intentar entender una pelea aparentemente estúpida por medio del sistema de Hegel, el cual, a mi parecer, es el que describe la naturaleza humana de la forma más realista y profunda. Si bien es verdad que Hegel peca de mucha soberbia y oscurantismo, es lógico que si por algo ha pasado a la historia sea por este pasaje, el cual contiene un sinfín de interpretaciones y ha sido clave en el posterior curso de la Historia de la filosofía. El amo y el esclavo se consolidarán por medio de la lucha que hemos descrito. El esclavo se rendirá ante el amo por su miedo a la muerte, y se establecerá una relación de poder con un final cuanto menos esperado. Esto debe servir también para, una vez más, remarcar que este comportamiento hace referencia a un tipo más de configuración de la conciencia. Es por eso que la mayor parte de los lectores, pese a reconocer la validez de los argumentos de Hegel, sigan encontrando estúpida la disputa que se ha narrado. Nada en Hegel esta quieto, todo evoluciona, y este comportamiento puramente bélico es una fase, un modo de la conciencia, que está, como todo, destinado a ser superado. No obstante, al tratarse de la esencia humana, el punto de partida podríamos decir, la dialéctica del amo y el esclavo acaba estando siempre presente de una forma u otra.
Me parece vital comprender la verdad de este análisis en el mundo que nos rodea. Cómo todo se rige por el reconocimiento y el poder, siendo este la base de la naturaleza primitiva humana. Así, igual que el amo, una vez somete al esclavo, deja de verle como un igual, que es lo que sí sucedía antes del combate, y le empieza a ver como un ser inferior, queda, de nuevo, insatisfecho. He aquí el martirio de Don Juan. El amo va de guerra en guerra sometiendo esclavos por doquier, él pensaba que al obtener el reconocimiento de aquella mujer que tanto deseaba iba alcanzar la felicidad, pero no es así, está condenado a encontrar la breve satisfacción que acaba esfumándose al tomar conciencia de que la victima ha perdido su encanto al encontrarse arrodillada. ¿Quién no conoce a alguien, incluso uno mismo, que haya perdido el interés por algo una vez dominado? Aquel chico o chica que no te muestra interés supone un reto de enormes dimensiones para la conciencia, no hay nada más humano y deseado que buscar ser reconocido por ella, la que no me reconoce. Versos del propio saber popular, recogidos en la canción Por amor al odio de Lechowski: “Quien yo quiero no me quiere y quien me quiere no me gusta” no hace más que reflejar la profundidad de lo que Hegel escribió hace más de 200 años. Así pues, si seguimos a al autor de la Fenomenología, deja de ser curioso aquel fenómeno social en el que, una vez la persona en cuestión nos hace caso, le quitamos importancia.
La realidad que describe Hegel plantea problemáticas interesantes. ¿Qué es, entonces, el amor? ¿Por qué a veces, sin negar que en una relación existen siempre relaciones de poder, ambas autoconciencias se contentan con la estabilidad de la pareja, y no con la frivolidad de Don Juan, que parece encajar perfectamente con el modelo de Hegel? No debemos adelantarnos, Hegel es perfectamente consciente de ello, solo debemos de quedarnos con que los conceptos descritos en este ensayo (deseo, satisfacción, reconocimiento…) son innegablemente pertenecientes a la primitiva naturaleza humana.
Un trabajo duro acompañado de un “bien hecho”, este preciso ensayo sazonado con un “qué interesante lo que se plantea” ese reconocimiento por el otro que parece que hoy en día se intenta negar por todas partes, es lo que nos genera satisfacción. Pareciera que el más puro es aquel que “le da igual la opinión de los demás” pero no tiene nada que ver. Aquel que afirma esto (que lo afirma y que lo cumple, actúa de esa forma) es autónomo respecto a los valores sociales, pero eso no significa que no quiera reconocimiento. Es más, ese tipo de personas suelen ser las más extrovertidas, las que más llaman la atención (no en sentido peyorativo) y ahí es donde reside su verdadera satisfacción, en el sentimiento de ser único y de imponerse sobre la naturaleza, sobre los socialmente correcto. Puede que no te importe la opinión de los demás, pero siempre que te miren, que haya opinión. La timidez no es más que el miedo a ser reconocido como inferior, a fracasar en aquella lucha a muerte. El tímido es esclavo de la sociedad, su amo, cuyos valores que impone reconoce como sagrados y teme lo extra-ordinario. No decide arriesgar la vida levantando la mano, por miedo a su amo, por miedo a la muerte.
Es así como se explica que quien domina actualmente el mundo sea la figura del influencer. Una vez occidente abandona su era bélica (hablamos del siglo XXI y nos referimos a la ausencia de conflictos entre los estados dominantes, hasta el reciente conflicto ucraniano) los ciudadanos de los estados modernos ya no tienen a sus líderes como referentes, no se les reconoce con grandeza. Ya no es Napoleón el Weltgeist, como sí lo era en su momento para Hegel, así como Alejandro Magno, César o Felipe II lo fueron en su momento. Es más, la figura del político ha pasado a ser profundamente ridiculizada, al menos en el panorama español. Ahora quien es realmente reconocido es quien marca tendencia, quien es capaz de imponer sus gustos y moda, el influencer es quien domina y transforma la realidad, y el pueblo el esclavo que le reconoce. Pero vayamos más allá, si a esto le sumas que el influencer es en muchos aspectos solo la portada, y el trasfondo la marca que promociona, observamos que son las empresas y el capital quienes realmente dominan, sin tener que ser esto algo malo de por sí, pero que evidencia que las grandes corporaciones tienen un control absoluto sobre pueblo y sin significar esto tampoco que el influencer carezca de originalidad y sea un simple títere.
El sistema de Hegel, aplicado a la realidad actual, es capaz de comprender las consecuencias del Capitalismo. Es interesante también ver cómo Putin y Biden ganan presencia televisiva justo cuando parece que estamos al borde de una supuesta nueva Guerra Mundial. Es en este instante cuando gran parte de la población empieza a reconocer su poder. Igual que la mirada de nuestros protagonistas, esas dos almas del mundo se contemplan la una a la otra, una autoconciencia para una autoconciencia, de forma intimidante. Ya es demasiado tarde para apartar la mirada como si nada, retirar las tropas y ceder a la voluntad del enemigo conlleva la servidumbre, y ellos lo saben. Son conscientes de que el que más aguante firme es el que gana, el que es reconocido como “el Dios apareciendo” que diría Hegel. Nuestras autoconciencias se enzarzaron en una pequeña pelea, son un caso aislado, sin importancia, pero hoy, el pulso entre potencias que estamos presenciando, tan ordinario como serio, puede traer consigo la muerte de enormes cantidades de inocentes, todo por la dominación, todo por el deseo de imponerse. Biden y Putin juegan con las reglas del poder que Hegel describe, jugándose el reconocimiento y la vida de millones de personas. Los dos, tanto a nivel individual como político, representantes de su estado, están llamados a querer dominar el mundo, pues en ellos y en su pueblo está sembrado el deseo. La agonía de Estados Unidos en la actualidad no tiene precedentes. Su poder se agota y muchos ven en en China el relevo del poder mundial. ¿Permitirá esto Estados Unidos? ¿Permitirá Putin el avance de la OTAN en el este de Europa? Hoy, cuando me dedico a revisar este ensayo, la guerra ya ha comenzado, y sus manos ya están manchadas.
La Historia, para Hegel, empieza y se escribe así. Dos autoconciencias que se encuentran, que pelean, y que establecen relaciones de poder. Autoconciencias que pueden ser pueblos, que pueden ser Estados, o que pueden ser humanos. Todo en Hegel se rige mediante amo y esclavo, universal y particular, estado y familia, poder y miedo. La Historia no debe reducirse de forma superficial a este modelo, pero en mi opinión a la hora de la verdad acaba siendo el carro que tira con más fuerza, las verdaderas reglas del juego. Es por eso que la Historia es el desenvolver del espíritu que se manifiesta mediante la dominación y la servidumbre y que está escribiendo con la sangre de los inocentes por tinta sus últimos versos desde Kiev. La verdad evoluciona, así como los Imperios se imponen y acaban pereciendo. Se suele decir que la Historia la escriben los vencedores, y aquella noche en la Moncloa, la versión de los hechos que se impuso, fue la de los Amos.
Notas y bibliografía:
-Kant, Crítica de la razón pura: 1, 2
-Kant, Crítica de la razón práctica
-Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres
-Hegel, Fenomenología del espíritu: 4, 5, 6, 7
-Hegel, Alocución a los alumnos con ocasión de la apertura de sus Cursos de Berlín, el 22 de octubre de 1818: 3
-Eusebi Colomer, El Idealismo: Fichte, Schelling y Hegel
-Curso de la Fenomenología del espíritu del profesor Darin McNabb
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